
Por Oscar Medina
El de Michael Brown es el nuevo caso de un historial complejo. El joven afroamericano –apenas 18 años de edad- murió abaleado por un policía blanco cuya identidad se ocultó durante varios días y solo fue revelada tras una serie de manifestaciones de indignación callejera y –seguramente- tras evaluar el costo político.
Ferguson es un humilde suburbio de Saint Louis. Es, para decirlo claramente, un barrio de gente negra. La policía local presentó una versión inicial en la que el agente habría tenido un encontronazo con dos jóvenes y uno de ellos, Brown, le habría empujado y atacado para quitarle su arma de reglamento. Ante eso, el uniformado no tuvo más remedio que defenderse.
La historia es difícil de creer. Y más cuando el segundo actor de esta tragedia, Dorian Johnson, amigo de Brown, ha dicho ya cientos de veces que iban desarmados, que Brown tenía las manos en alto cuando se negó a obedecer la orden policial de pasar del centro de la calle a la acera y la reacción del policía fue dispararle varias veces.
De acuerdo a Johnson, ambos iban caminando por el medio de la calle y de pronto, desde un coche policial, un oficial les pidió que se apartaran de la vía. Los tres discutieron. El agente amenazó con llevarse a Brown detenido y cuando el joven intentó escapar, el policía disparó. Al escuchar la primera detonación trataron de huir, pero sonó una segunda y entonces –cuenta Johnson: “una vez que mi amigo sintió ese tiro, se dio la vuelta y puso sus manos en el aire. Empezó a agacharse en el piso y el oficial se acercó aun con su arma desenfundada y disparó varios tiros más”.
¿Qué estaba pasando por la mente del oficial Darren Wilson en ese momento?
“Se veía venir” decían las pancartas de algunos de los indignados manifestantes en Ferguson, donde hay un abundante historial que hace presumir un componente de prejuicios raciales dentro de un cuerpo policial formado en su mayoría por gente de raza blanca.
Ni el primero, ni el último
Esto lleva a recordar un episodio de 1999. Ocurrió en la manzana 1100 de la avenida Wheeler, en el barrio Soundview, al sur del Bronx. La referencia geográfica ya da una idea de lo que era entonces: un lugar de gente muy humilde, con espacios conquistados por el narcotráfico. En fin, un sitio rudo. Allí fue a parar Amadou Diallo, un inmigrante de Guinea. Tenía 22 años y trabajaba en Manhattan como vendedor ambulante. Vivía en el 115 de Wheeler, en el segundo piso de una estrecha edificación.
La noche del 3 de febrero de 1999, Diallo decidió quedarse en los escalones de la entrada principal de la casa a tomar un poco de aire fresco. Allí lo vieron un grupo de agentes de la Unidad contra la Delincuencia Callejera, de la Policía de Nueva York. Los cuatro agentes iban en un automóvil y les llamó la atención ver a Diallo en ese lugar. Pensaron dos cosas: que estaba vigilando mientras se cometía un robo y que su fisonomía encajaba con la de un violador denunciado en el barrio.
El caso es contado en el libro Inteligencia intuitiva, en el que el acucioso periodista Malcolm Gladwell explica –entre otras cosas- el mecanismo de “pensar sin pensar”, de la toma de decisiones rápidas que proceden de algún lugar del inconsciente y de cómo “sabemos la verdad en dos segundos”.
Diallo no estaba haciendo nada en particular: solo estaba de pie en el escalón, mirando hacia la calle. Cuando pasó el automóvil –que no estaba identificado- los policías –que iban de civil- pensaron que el hombre entraba al portal para que ellos no lo vieran. El auto retrocedió. Se bajaron: “Policía”. Diallo no contestó.
“Más tarde se supo que era tartamudo, de modo que bien pudo haber intentado decir algo, aunque sin conseguirlo. Además, no hablaba bien inglés y corría el rumor de que un grupo de hombres armados habían robado hacía poco a un conocido suyo, de modo que debía de sentirse aterrorizado: allí estaba, fuera de su casa, en un mal barrio y pasada la medianoche, mientras dos hombres muy corpulentos con gorras de béisbol y el pecho hinchado por los chalecos antibalas, avanzaban hacia él a grandes zancadas. Diallo se quedó quieto un instante y a continuación entró corriendo al portal”.
Los dos agentes lo siguieron. Después contaron que estaban seguros de que Diallo intentaba sacar un arma de su bolsillo. Dicen que vieron el arma. Y dispararon. Mucho. Entraron los otros dos compañeros y también lo hicieron.
41 veces dispararon contra el hombre que tomaba un poco de aire fresco a la entrada de su hogar.
Lo que intentaba sacar del bolsillo era su cartera. El policía que disparó primero, Sean Carroll “se sentó en un escalón, junto al cuerpo de Diallo acribillado a balazos, y empezó a llorar”. Hubo manifestaciones en la ciudad.
Bruce Springsteen escribió después su canción American Skin (41 Shots):
41 shots, Lena gets her son ready for school
She says, «On these streets, Charles
You’ve got to understand the rules
If an officer stops you, promise me you’ll always be polite
And that you’ll never ever run away
Promise Mama you’ll keep your hands in sight»
Todo mal
Lo que plantea Gladwell en su libro con la historia de Amadou Diallo es que a los agentes les falló una capacidad elemental de la que estamos dotados todos los seres humanos: “No leyeron el pensamiento a Diallo”.
Señala tres errores: al verlo en ese lugar y a esa hora, le clasificaron como sospechoso. Luego, cuando retrocedieron, Diallo no se movió de inmediato. ¿Era un hampón descarado? No. Pero a ellos les pareció que sí. Acto seguido al aproximarse, Diallo sí intentó entrar a su casa, giró el cuerpo y trataba de meter la mano en el bolsillo: “En esa fracción de segundo decidieron que era peligroso. Pero no lo era. Estaba aterrorizado. Ese fue el tercer error. Por lo común no tenemos dificultad alguna para distinguir, en un abrir y cerrar de ojos, entre alguien que es descarado y alguien que es curioso y, lo más fácil de todo, entre alguien aterrorizado y alguien peligroso; cualquiera que vaya caminando por una calle de una ciudad avanzada ya la noche no deja de hacer esas cavilaciones instantáneas. En todo caso, esa capacidad humana tan básica les falló a los agentes esa noche por alguna razón”.
¿Eran policías racistas? Gladwell apunta que ningún elemento del caso hace posible presumir tal cosa. Aunque no es un elemento a descartar. Tampoco fue un accidente: la acción policial no fue la mejor: “Los agentes hicieron una serie de juicios erróneos cruciales, el primero de los cuales fue suponer que un hombre que estaba tomando el fresco en la puerta de su casa era un posible criminal”.
El investigador redondea la idea: “En otras palabras: el asesinato de Diallo se puede clasificar como perteneciente a una especie de zona gris, un terreno intermedio entre lo deliberado y lo accidental. Los errores al leer el pensamiento son así a veces. No siempre resultan tan espectaculares y obvios como otros fallos de la cognición rápida. Son sutiles, complejos y sorprendentemente comunes, y lo que sucedió en la Avenida Wheeler es un ejemplo muy claro de cómo funciona la lectura del pensamiento… y de cómo, en ocasiones, ésta fracasa estrepitosamente”.
¿Ocurrió algo equiparable en el caso de Michael Brown? A medida que la información salga a la luz y que hable el responsable de los disparos podríamos tener un panorama claro. De momento, es una hipótesis para aproximarse al hecho.
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