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Cómo se ve Alderaan desde Montreal

Rafael Osío Cabrices

El 19 de marzo pasado, en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, mi esposa, nuestra bebé de ocho meses y yo nos detuvimos sobre el mosaico de Carlos Cruz-Diez para hacer una foto de nuestros pies. De esa manera nos sumamos a una incipiente tradición venezolana: la de los nuevos exiliados que, justo antes de abordar el avión definitivo, se toman esa selfie sin rostros sobre uno de los símbolos de la Venezuela moderna y cosmopolita que nosotros amamos y que el chavismo se ha esforzado –me rompe el corazón decir que con bastante éxito- en destruir.

Poco después, abordamos un avión de Copa medio vacío que, vía Panamá, nos dejaría a medianoche en Miami. Llevábamos con nosotros tres cosas que se han vuelto muy escasas y por tanto muy valiosas en Venezuela: pasajes aéreos, la posibilidad de quedarnos en casa de mi hermana en Florida, y esperanza.

Hasta el instante en que el avión despegó, lo que sentíamos era miedo. Veníamos de pasar más de un mes en un estado de alarma casi permanente en nuestro apartamento a media cuadra de la Plaza Altamira, donde mi minúscula oficina se había convertido en un cuarto de pánico en el que dormir con algo más de distancia de las ventanas clausuradas, mientras a nuestro alrededor se extendía el humo de las guarimbas, seguido por el gas lacrimógeno y los disparos a placer de la Guardia Nacional Bolivariana y la Policía Nacional Bolivariana.

Pero incluso entonces, cuando se hizo realidad que al fin estábamos saliendo del peligro, no sabíamos si estábamos partiendo hacia unas extrañas vacaciones o si nos estábamos yendo para siempre.

Durante los años precedentes habíamos visto partir a buena parte de nuestros amigos hacia España, Portugal, Argentina, Colombia, Estados Unidos. Pero nosotros queríamos quedarnos. Nos enorgullecía hacer periodismo y escribir sobre las soluciones a los problemas de Venezuela. Queríamos ayudar a que recuperáramos el camino a la democracia que el chavismo había interrumpido.

Sin embargo, la mayoría de nuestros connacionales tenía otros planes. Cuando en 2009 Chávez obtuvo el apoyo suficiente para finalmente reformar la Constitución en su proyecto de gobernar por siempre, mi esposa y yo aceptamos que no podríamos vivir en una dictadura electa, que de paso era incapaz de detener la inflación y la inseguridad que hoy están entre las más altas del mundo. Y cuando empezaron a quebrar o a comprar medios, se fue haciendo cada vez más difícil, o imposible, ejercer el oficio para el que nos formamos. El mundo para el que crecimos estaba siendo destruido.

Así que hicimos una lista de adónde nos podíamos ir. Pusimos a Canadá en el primer lugar: queríamos estabilidad y una vía legal para emigrar, y en ese momento, como vimos poco después, ese país ofrecía una apertura a profesionales como nosotros que era y sigue siendo más rápida y fácil que la de Estados Unidos. Escogimos Montreal (el sistema migratorio para trabajadores calificados de la provincia de Quebec no se restringía a una lista de profesiones deseables, como el del resto de Canadá), enviamos nuestra aplicación en 2010 y nos fajamos a estudiar francés. La llegada de nuestra hija en julio de 2013 demoró el proceso. Nos apuramos para enviar todo el papeleo que nos correspondía luego de que nació, pero pasaban los meses sin noticia alguna de Citizenship and Migration Canada.

En diciembre de 2013, nos llegó una plata por un trabajo freelance inesperado y decidimos invertirla en unos pasajes para Florida, para marzo siguiente. Planeábamos recoger allá nuestros ahorros y hacer algunas compras previas a la mudanza verdadera. Pero el significado de esos pasajes cambió cuando estalló el conflicto entre las líneas áreas y el gobierno de Maduro. Esos pasajes eran oro.

La parálisis del mercado aéreo formaba parte del paso más reciente en el proyecto chavista, de inspiración cubana, de extinguir casi toda la actividad económica privada aplastando el valor de todo lo que no pertenezca al Estado. Luego de una década de control de cambio, muchas compañías extranjeras dejaron de hacer negocios en Venezuela, un país donde hoy existe escasez de casi todo, desde champú hasta repuestos para los ascensores y medicinas para el cáncer. Y tenemos un estado de default no declarado que está cortando los nexos con el resto del mundo que todavía quedaban. Las líneas aéreas han ido cerrando sus operaciones hacia y desde Venezuela, cansadas de esperar por los casi cuatro millardos de dólares que el gobierno les adeuda luego de años obligándolas a trabajar sin entregarles los dólares que habían pedido.

Cuando estallaron las protestas el Día de la Juventud, mi hermana en Florida empezó a presionarnos para que adelantáramos el viaje y nos refugiáramos en su casa. Y nos dimos cuenta de que esos pasajes a Miami podían ser la plataforma para un viaje mucho más permanente. Le pedimos a mi cuñada que se mudara a nuestro apartamento para quedarse a cargo de él, los libros y los gatos. Abrazamos a nuestros seres queridos sin saber cuándo los volveríamos a ver. Fuimos a las cenas que algunos amigos organizaron para decirnos adiós. Y tomamos la ruta que muchos otros exiliados o emigrantes latinoamericanos han tomado, la del sur de Florida.

Llegamos a Weston, un lugar extraño para un latinoamericano, aunque haya tantos venezolanos, colombianos y argentinos viviendo allá. Estábamos acostumbrados en Caracas a ver guacamayas sobrevolando las colas; en Weston, no hay naturaleza: ha sido arrasada para abrir espacio a miles de hectáreas de silenciosos suburbios. Tampoco hay arquitectura: cada edificio es una vaga representación de otra cosa, porque la ciudad es demasiado reciente como para tener algún tipo de historia urbana. Ni hay complejidad: las calles ofrecen al ojo solo una paleta muy reducida de opciones urbanísticas rigurosamente planificadas y reguladas.

Pero ese orden homogéneo nos resultaba reconfortante. Weston fue para nosotros una cámara de descompresión, como las que usan los buzos cuando vienen de las oscuras profundidades del océano y necesitan preparar sus pulmones para el regreso al aire de la superficie.

Incluso con la angustia que teníamos (y tenemos) sobre quemar nuestros ahorros, Weston nos recordó que otra vida, una buena vida, es posible. Durante los primeros días que pasamos ahí, mi mujer solía paralizarse ante las neveras de lácteos, tratando de decidir sobre cuál yogur comprar, luego de que en nuestros últimos meses en Caracas conseguir un yogur –cualquier yogur- se había convertido en una epopeya.

“Unas 80 familias venezolanas están llegando a Florida cada semana”, nos comentó alguien del floreciente negocio de las bienes raíces. Gente de la clase media o de la alta, por supuesto; en Venezuela, los pobres no emigran. Un ejecutivo de TV con quien conversé en Miami me comentó que grandes personalidades de los medios de Venezuela, justo la clase de gente que yo pensaba que nunca dejaría el país donde son –o eran- reyes, habían estado rogando por empleos en Estados Unidos.

Poco antes de cumplir un mes en Florida, el 15 de abril, salí del apartamento de mi hermana, a las tres de la mañana, para contemplar el eclipse total de luna. El satélite lucía como un magnífico disco color salmón, con Marte brillando muy cerca. Admiré toda esa belleza junto con mi propia constelación de interrogantes. ¿Se había olvidado de nosotros el ministerio de migración de Canadá? ¿Podría yo conseguir un trabajo en Miami para quedarnos allá, o tendríamos que volver al campo de batalla que todavía llamamos Venezuela?

La sola idea de regresar nos ahogaba de angustia. En las semanas que rodearon nuestro viaje, fuimos viendo cómo nuestros colegas eran despedidos u obligados a renunciar en los medios que eran comprados o cercados hasta la bancarrota por el régimen de los herederos de Chávez. Y la vida cotidiana no hacía sino empeorar: mi madre me contaba que, en Valencia, tenía que ducharse con los ojos cerrados, porque el agua contaminada la hacía llorar como el gas lacrimógeno.

El eclipse era un buen presagio. Ese mismo día, en la tarde, la agencia migratoria canadiense nos mandó un escueto email que cambió nuestras vidas. Nuestras visas de inmigrantes calificados estaban listas. El 8 de mayo aterrizamos en Montreal.

Como residente de Canadá, me siento como la Princesa Leia cuando en el Episodio IV de Star Wars mira su planeta Alderaan explotar desde un crucero imperial. Yo quisiera poder mandar un Millennium Falcon a rescatar a toda mi gente. Pero tengo preocupaciones más urgentes en mi propio núcleo familiar inmediato; para empezar, el reto de encontrar, ya, un trabajo decente. Para nosotros, el exilio es una oportunidad, no una garantía. Ya no soy un periodista relativamente bien conocido, sino un extraño recién llegado. Tengo que reinventarme: a nadie le interesa aquí lo que yo haya escrito antes en otro país, en otra lengua, en otra saga. Depende de nosotros integrarnos a esta vieja y hospitalaria ciudad, incluso si seguimos mirando de cuando en cuando a los restos de Alderaan que van a la deriva en la negrura del cosmos.

Mi esposa y yo tratamos de llevar a nuestra bebé a los parques y calles de Montreal cada tarde. Abuelas francoparlantes le agarran los cachetes y aplauden cuando ella les corresponde con una sonrisa. Nuestra hija disfruta de las gaviotas del San Lorenzo, el verde del verano en los arces y los lentísimos crepúsculos.

Y está aprendiendo a caminar.