
Por Carlos Celaya
En la fachada del Ministerio de Salud y Desarrollo Social en Buenos Aires, conocido como edificio Evita, en la ancha y alguna vez esplendorosa avenida 9 de julio, hay una estatua peculiar.
Puede observarse perfectamente desde la calle. Pero lo cierto es que pocos reparan en ella. Medirá unos 10 metros de alto. Estilo Art Decó, ejemplar de los años 30, cierto toque fascista.
La estatua muestra una figura imponente. En su mano izquierda sostiene un cofre mientras que la derecha extiende la palma hacia atrás, a la egipcia digamos: brazo pegado al cuerpo, mirada distraída, posición de propina.
Sí, es el monumento al soborno. En la jerga local, la coima.
Posiblemente no se encuentre en ninguna parte del planeta. Y, seguro, resume como pocos monumentos en el país una de las esencias nacionales. Y uno de sus dramas.
La leyenda urbana, corroborada por arquitectos e historiadores, dice que el arquitecto José Hortal, padre del edificio y víctima de la Argentina canalla, la colocó allí fuera de todo plan. Fue su forma de vengarse artísticamente por las idas y vueltas que tuvo la construcción del inmueble. Eran tantas las presiones y los intereses que se hizo necesario desplegar los encantos del dinero en una Argentina que ya practicaba la corrupción con la misma facilidad que crecía el trigo en la Pampa.
La historia del comportamiento mafioso y de la corrupción en Argentina es larga. Demasiado. En un conventillo de La Boca, en enero de 1885, apareció el cadáver de un hombre con rollo de alambre en el cuello y cartel en el pecho que decía “muerto por traidor”. Era el primer asesinato cometido por la mafia en Argentina. Las historias de la mafia acá giran en torno a un puñado de figuras como Juan Galiffi (alias, Chicho Grande) y Ágata Galiffi, su hija, por poner sólo un ejemplo, allá por los años 30. A Juan Galiffi se le atribuye ser el creador de la Chicago argentina, la ciudad de Rosario. Cuando los comentaristas hoy hablan de Rosario afirman que desde hace unos “pocos” años se ha convertido en una capital mafiosa. Solemos ver, lo que queremos y poco más.
Por eso, aunque la sospechosa muerte del fiscal Alberto Nisman, que conmociona y asusta a la sociedad argentina, dispare declaraciones y protestas sobre la gangrena delictiva que invade todos los estamentos del poder en Argentina, lo lamentablemente cierto es que el comportamiento mafioso en este país data de décadas. Y muchas, no una sola.
En los bares, en las reuniones políticas, en las comidas familiares del domingo o en los posteos de facebook se repite la misma idea: Argentina está siendo gobernada por un clan mafioso que ha habría llegado a su máxima expresión con la eliminación de Nisman, el fiscal que investigaba el atentado de 1994 a la Asociación Mutual Israelita de Argentina (AMIA) que causo 85 muertos y 20 años de vergüenza por la escandalosa ausencia de justicia.
Una encuesta (Management&Fit) dice que el 69,3% de los argentinos no cree que el caso de Nisman vaya a esclarecerse nunca. Un 60% no cree que la investigación vaya a ser transparente. Un 61% cree que la denuncia de Nisman (un plan para librar a los autores materiales del atentado a la AMIA con el fin de cerrar un acuerdo comercial con Irán) es cierta.
Con la misma pasión que el 54% de los argentinos votó a Cristina Fernández de Kirchner hace 3 años y con la misma pasión con la que defendió el kirchnerismo durante estos últimos 10 años por, presuntamente, haber hecho resurgir el país tras la crisis de 2001, con esa misma pasión, ahora se afirma que desde que ellos están en el poder Argentina se hunde en un pozo de anomia, mafia y corrupción.
Pero es tan difícil pensar que lo que sucede arriba no sucede abajo. O que quienes gobiernan son ejemplares zoológicos distintos a la población que administran…
Tras generaciones de psicoanálisis, legiones de psicólogos y toneladas de libros de Lacan y Freud, lo cierto es que a los argentinos nos cuesta mucho mirar hacia adentro de nosotros con sinceridad. Somos más proclives a echar la basura hacia afuera: hacia el extranjero, hacia el FMI, al vecino o incluso al gobierno de turno. Como sea, encontramos la manera de focalizar en otros las culpas que deberían ser de todos o de explicarnos a todos.
El lunfardo, una jerga de 12.000 palabras muy usada a principios del siglo pasado como lenguaje secreto en el lumpen, tiene en cada letra de su abecedario alguna palabra que alude al delito, al robo, a la cárcel, al cohecho, a las armas blancas o a las pistolas, a la prostitución y al juego.
Sobornar es ablandar, aceitar, adornar, arreglar, coimear, cometear, empapelar, morder, tocar o untar. Robo es achaco, afano, chacamento, escruche, lancear, ranfiñar, solfear, soliviar. Una sinonimia tan rica sólo la encontramos en las 40 formas que tienen en Finlandia para designar la nieve.
Claro que no es suficiente entender el lunfardo para entender la historia mafiosa en Argentina. Es una historia estrechamente vinculada la llegada de los italianos de Sicilia a principios del siglo XX, una comunidad hermética que encontraba en la “famiglia” una forma de contención en un lugar bien distinto al de su hogar mediterráneo.
Pero es una buena muestra de cómo nos manejamos desde hace décadas.
Cualquier sindicalista o político medianamente honesto admite, sencillamente, que en Argentina siempre todo cuesta un 30% más que en cualquier parte del mundo porque es el costo que hay que pagar para que las cosas funcionen, mediante mordida, soborno o corrupción.
La lista no tiene fin: el control de las líneas de buses, los negocios sucios de la policía, los pequeños mafiosos de las barras bravas del fútbol al servicio de políticos y jefecillos locales, el coste de una simple radiografía, un contrato del estado, el nepotismo como forma de proteger los negocios, la ley del silencio consagrada con la conocida frase “no te metas” (que tantos servicios ha brindado a dictaduras, gobiernos corruptos y robo desenfrenado) o el control del negocio de fotocopias en la universidad, la vida argentina en general, no sólo la política, respira en sus poros el comportamiento fronterizo entre el chanchullo y el atajo. Todo parece de modo natural asumirse como un comportamiento ventajista en donde impera sencillamente la ley del más fuerte.
De hecho, para decirlo con claridad, ser honesto, cobrar un precio justo, evitar la mordida, en la política o en cualquier otra actividad, es para muchos argentinos comunes, sencillamente, ser un pelotudo. El que no saca ventaja corre el riesgo de ser visto como un tonto.
En el tramo final del kirchnerismo, quizás más cerca ahora tras el escándalo por la muerte de Nisman, muchos argentinos creen que el final de Cristina Fernández de Kirchner será el de ese comportamiento mafioso, como si valiera el refrán: “muerto el perro se acabó la rabia”. Ojalá.
Pero hasta que no miremos todos juntos al monumento a la coima y hasta que no asumamos que hay un ADN local muy inclinado al oportunismo del puerto y a la ventaja del negocio rápido será difícil ser (¿volver a ser?) un país un poco menos impune.
Este texto fue publicado originalmente en el blog Ciudades Inmigrantes y cedido por su autor a Efecto Naím
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